lunes, 10 de abril de 2017

LUNES SANTO

LUNES SANTO


Abrimos, hoy, la última semana de cuaresma. Los evangelios nos hacen revivir, hora por hora, los últimos instantes de Jesús: la unción en Betania, en casa de sus amigos, Lázaro, Marta, María..., luego la última cena con sus apóstoles..., y la traición de uno de los Doce... 

La primera lectura procede de la segunda parte del libro de Isaías. Hay en ella cuatro poemas que, según los entendidos, son las más bellas profecías sobre Jesús. Se presenta a un misterioso personaje: de ningún modo a un mesías rey, sino a un mesías pobre. Humilde, manso, perseguido, salva a su pueblo con su muerte. Es un perfecto siervo de Dios. 

He aquí mi servidor a quien yo sostengo, mi elegido en quien mi espíritu se complace. 
Jesús. 

Tú conocías esa profecía. A menudo has debido meditarla. Y Tú decías también: «No he venido para ser servido, sino para servir». Y, en verdad, tomaste la condición de siervo, cuando lavaste los pies de tus discípulos y, sobre todo, en la cruz con tu muerte por nosotros... Quiero contemplar detenidamente esa actitud: Jesús, siervo... 

¿Qué sentimientos implica? ¿Cuáles eran tus pensamientos? 

Ayúdanos a ser «servidores»..., de Dios... de nuestros hermanos... ¿Qué servicio será hoy el mío? 

Ha reposado mi Espíritu sobre Él... Yo, te he llamado... Te así de la mano y te formé. He hecho de ti mi Alianza con el pueblo y la Luz de las naciones. 

Es preciso meditar una a una, esas palabras. Y aplicarlas a Jesús. Intimidad entre Dios y Jesús. Son palabras de amor, imágenes de amor. Aquí también hay que entretener la contemplación... 

Y aplicar cada una de esas palabras a los cristianos, a mí. Por mi bautismo, que renovaré el próximo sábado en la santa noche de Pascua, he recibido el don del Espíritu... he recibido un nombre por el cual Dios me llama hijo suyo... Te tomé de la mano..., te envié al mundo para que fueras alianza y luz. De todo ello será símbolo la vela encendida, que tendré en la mano, el sábado por la noche, al renovar mi profesión de Fe. 

Contigo, Jesús, quiero asumir la responsabilidad de mi bautismo. Pero para que sea así, te necesito. 
No gritará, ni alzará el tono, no aplastará la caña quebrada, ni apagará la mecha mortecina. 

Son unas dulces imágenes de ti, Jesús. Imágenes de tu bondad. Tú eras así. Delicadeza total respecto a los demás. 

“¡Felices los que construyen la paz, nos decías!”. ¡Serán llamados hijos de Dios!» 

«Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y en mí hallaréis descanso.» 

En este tiempo de alboroto y de violencia, hazme, Señor, un instrumento de tu paz, de tu silencio, de tu bondad. 

1.- LUNES SANTO DE LA PASIÓN DEL SEÑOR. “POR LA CRUZ A LA PAZ”. 

LUNES SANTO DE LA PASIÓN DEL SEÑOR 

La lectura de la misa de hoy, tomada del libro de Isaías, recoge uno de los cuatro poemas llamados del «Siervo de Yahvé». En ellos se destacan las características de que estaría adorna del futuro Mesías. 

El poema de hoy se refiere sobre todo, a la universalidad que alcanzaría su predicación, aunque a decir verdad, parte del supuesto de que si esta predicación sería universal, se debería a que el pueblo de Israel no se encontraba agrupado. Según el sentido literal, pues, del texto, el Mesías no se descubre aún con un significado auténticamente universal. 

Otra de sus características es que no vendría a imponerse por la fuerza, sino mediante la mansedumbre y la convicción. 

Y esto es lo que podemos ver perfectamente reflejado en el evangelio de san Juan, en el que se nos narra la escena de la unción de Betania. Sabía allí ya Jesús de la traición próxima de Judas, y su comportamiento con respecto a él se halla lleno de mansedumbre. Sabía igualmente de su pasión y de su muerte y las acepta de antemano. Precisamente, a la unción que recibe de manos de María, la hermana de Lázaro, él mismo le da la interpretación de una unción en orden a su muerte ya cercana y a su resurrección posterior. Lo esencial para Juan en esta unción es que encierra todo el misterio de la resurrección. El hombre que la recibe está impregnado de una vida nueva, lo mismo que el aceite impregna un tejido; y esa impregnación, al mismo tiempo que lo libera de la muerte y del pecado, le capacita para los compromisos de una vida que sustrae a la muerte. El hombre ungido es libre, es señor. 

Desde el momento en que fuimos bautizados, cada uno de nosotros estamos llamados a identificarnos con Cristo. También como él, a través de nuestra conducta hemos de ser luz para todas las gentes. Y particularmente, en estos tiempos en los que la violencia tienta a tantos, como si fuera un atajo para conseguir con mayor rapidez mejores resultados, no podemos olvidar su mansedumbre: que él no rompió la caña cascada ni apagó la mecha humeante. 

Sobre los hombros del cristiano pesan hoy obligaciones muy concretas: luchar contra toda clase de guerra entre los hombres; denunciar el escándalo del hambre y de la miseria; conseguir que la propiedad privada tenga un más acusado sentido social; defender clara y tenazmente la libertad de información y, sobre todo, hallarse siempre en el lado de los más débiles, de los oprimidos, de los despreciados. Si todo esto no lo hacemos, ni podemos llamarnos cristianos, ni anunciamos ninguna Buena Nueva. 

A la violencia no se le puede responder con la violencia, sencillamente porque el evangelio nos indica que no es ése nuestro camino. Santiago y Juan, indignados contra los habitantes de una aldea de Samaria que se habían negado a acogerlos, querían pedir a Dios que lanzase el rayo sobre aquellas casas inhospitalarias. Pero hallaron una respuesta: “El hijo del hombre no ha venido para hacer perecer vidas de hombres, sino para salvarlas”. (Lc 9, 53). 

Estamos llamados a entregarnos a nuestros hermanos para vivir eternamente con Cristo. 

Lo triste del caso es que también Judas, al igual que muchos cristianos de hoy que son causa de desesperación para los demás hombres y principalmente responsables de la violencia en el mundo por su proceder injusto, estaba llamado a la vida, pero prefirió la muerte, en búsqueda de ese nuevo dios que quiere sustituir al único Dios, que tantos tiene entre los cristianos y que se llama: dinero. 

Bueno sería que nos preguntáramos: ¿Qué clase de cristiano soy? 

También se nos invita a la cena de Betania para estar con Jesús en esa atmósfera cálida de afecto y amistad. Permanecemos en esa casa acogedora para afianzar nuestro seguimiento de Jesús: un camino de salvación, de la muerte a la vida, como le sucedió a Lázaro, o de activa solicitud que se convierte en servicio cotidiano al Maestro y a los suyos, como Marta. Un camino de amor; de adoración, que dilata día tras día el corazón, o quizás de reservas, resistencias y cálculos cada vez más mezquinos que acaban ahogándonos en la avaricia: María y Judas, ambos discípulos del Señor se nos presentan como ejemplos-límite. 

El estar con Jesús, escuchar su Palabra, compartir con él la existencia, no es todavía lo que decide nuestra meta y los pasos para lograrla. Es decisivo reconocer y acoger el amor que él da, el Amor que él es. Judas no lo acogió, por eso condena el “derroche” de María, haciendo sus cuentas con el pretexto de los pobres... María ha hecho de ese amor su vida; el centro de gravedad que la saca fuera de sí misma sin cálculos, sin razonamientos; con intuición muy precisa y luminosa, se ha quedado con lo esencial: con el pobre Jesús que da todo. 

María no puede esperar; y quiere imitar; con el símbolo de un gesto, a su Maestro: derrama sobre esos pies que le han abierto el camino de una plenitud inesperada de amor —ahora en el tiempo y, lo cree firmemente, también en la eternidad— el nardo preciosísimo guardado con cuidado, imagen de una vida totalmente derramada en la caridad. “Y toda la casa se llenó de la fragancia del perfume” 

ORACIÓN
Señor Jesús, Hijo de Dios, que has venido al mundo para ser el hombre más familiar de nuestra casa, ven esta tarde y todas las tardes a compartir con nosotros la cena de los amigos. Haz de cada uno de nosotros tu Betania perfumada de nardo, donde los íntimos secretos de tu corazón encuentren el camino silencioso de nuestro corazón, para que podamos vivir contigo la hora suprema del amor y decirle, con un gesto de pura adoración, cómo queremos —porque tú mismo lo has hecho por nosotros— vivir tu vida y morir tu muerte. Amén.

MEDITACIÓN 
Estaba yo meditando sobre la muerte del Hijo de Dios encarnado. Todo mi afán y deseo era cómo poder vaciar mejor la mente de cuanto la ocupase, para tener más viva memoria de la pasión y muerte del Hijo de Dios. 

Estando ocupada con este afán, de repente oí una voz que me dijo: “Yo no te amé fingidamente”. Aquella palabra me hirió con dolor de muerte. me abrieron al punto los ojos del alma, viendo cuán verdadero era lo que me decía. Veía los efectos de aquel amor y lo que movido por él hizo el Hijo de Dios. Veía en mí todo lo contrario, porque yo le amaba sólo fingidamente, no de verdad. Ver esto era para mí un dolor de muerte tan insufrible cine me creía morir. De pronto me fueron dichas otras palabras que aumentaron mi dolor. 

Mientras daba vueltas a aquellas palabras, él añadió: “Soy yo más íntimo a tu alma que lo es tu alma a sí misma”. Esto aumentaba mi dolor; porque cuanto más íntimo le veía a mí, tanto más reconocía la hipocresía de mi parte. Estas palabras suscitaron en mi alma deseos de no querer sentir; ni ver ni decir nada que pudiese ofender a Dios. Y es que eso es lo que Dios requiere a sus hijos, a los que ha llamado y escogido para sentirle, verle y hablar con él. 

OFRECIMIENTO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra: 
“Haced del amor la norma de vuestra vida, a imitación de Cristo, que nos amó se entregó a sí mismo por nosotros” (Ef 5,2). 

REFLEXIONES EN ESTE DÍA
El ungüento que María extiende es el símbolo de la comunión nupcial con Jesús manifestado por la comunidad cristiana. Celebramos la llamada de nuestras comunidades cristianas, representadas por María de Betania, a la comunión total con Jesús, dador de vida. Es él quien transforma lo que debería haber sido un banquete fúnebre en memoria de Lázaro en un banquete gozoso. Es él quien cambia el hedor insoportable de un muerto “de cuatro días” en el perfume que inunda la casa de alegría. Es él quien contesta a todos los Judas de la tierra, que consideran un despilfarro el ungüento precioso de la intimidad con Dios y oponen los pobres al Señor. Es él quien rechaza la “práctica” de los que prefieren la eficiencia del dinero a cualquier éxtasis de amor y reducen maliciosamente a un valor monetario lo que no tiene precio. Es a él, en resumidas cuentas, a quien debemos buscar en la oración del abandono, en la experiencia contemplativa y en nuestro modo de vivir. 

Que el Señor nos libre del error de Judas, que, insensible al perfume de nardo, sólo escucha el tintinear de las monedas, y en vez de percibir el resplandor del aceite, se deja seducir por el brillo del dinero. ¿Cuál es este perfume de ungüento con el que debemos llenar la casa, y cuál es este buen olor de Cristo que debemos difundir por el mundo? El perfume que debe llenar la casa es la comunión. Naturalmente, como el que compró María de Betania, el ungüento de la comunión tiene un precio muy elevado. Y debemos pagarlo sin rebajas, con mucha oración, ya que no se trata de un producto comercial de venta en nuestras perfumerías, ni es fruto de nuestros esfuerzos titánicos. Es un don de Dios que debemos implorar sin cansarnos. Pero lo obtendremos, estoy seguro, y su perfume llenará toda nuestra Iglesia.

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